-"Nuestra mente es como un paracaídas, no sirve de nada si no está abierta."
Después de ésta lapidaria frase, una de sus preferidas, Demetria dejó la tapadera sobre la olla, apagó el fuego, se quitó el precioso delantal lleno de corazoncitos pero sin una sola mancha y salió de la cocina en dirección al vestuario con intención de recoger todas sus cosas y salir de allí para siempre. Eran las doce del mediodía.
Pierre dudó entre ir tras ella o encender de nuevo el fuego.
Se decantó por lo segundo. Él no se dignaba siquiera a reconocer a sus hijos, como para reconocer un error. Al fin y al cabo él era Pierre Nosepás, el más grande cocinero que parió madre. Al menos en su pueblo.
Y uno de los mejores de toda la zona.
-"No iré tras de tí, maldita foca"- pensó.
Y no fué. La dejó ir, aún sabiendo que andaba muy escaso de personal para aquel día y que le iba a tocar a él servir platos a los camareros.
Se quedó maldiciéndola y dándole vueltas a la conversación que ambos acababan de tener, para ver si encontraba algun argumento que le diera la razón a él.
Como no lo encontraba, cada vez se ponía más en su contra. Aquella inútil!.
Así era Pierre. Todo orgullo. Así son todos los grandes chefs, en el fondo.
Y hasta los pequeños.
-"Éste puercoespín descerebrado, embarazado y bigotudo me va a tratar a mí de estúpida por culpa de una sopa?!"
-"No ha nacido hombre, ni listo ni tonto, ni bueno ni malo, ni verde ni maduro, que me hable de este modo y se quede sin su ración de '¡ahí te quedas'!"
-"Y encima le dejo el delantal, para que me recuerde!"
Así era Demetria Corazón. Extraordinaria cocinera. Amante de la tradición y la filosofía. Todo apellido pero también muy orgullosa.
Así son todas.
También las pequeñas.
Qué había pasado entre ellos?
La culpa fué del concepto. Y del calor.
Pierre mandó una Bullavesa tradicional. Es de pescado. Con naranja.
No lleva fideos.
Demetria era de Marsella. En marsella le echan fideos.
Ella hizo la sopa y lo comentó.
Él, mientras la insultaba, destapó la olla. Estaba todo. Todo menos los fideos.
Éstos cocían aparte, en otra más pequeña. -"Por si acaso" había pensado muy acertadamente la mujer. Era todo detalle.
Eran las doce cuarenta. Los ayudantes comían en silencio, junto a los camareros, en una mesita del comedor cercana a la puerta de la cocina, esperando la hora del servicio.
Mientras, Pierre gastaba su media hora de la comida repasando todos los detalles.
Nunca lo diría, pero estaba arrepentido.
Era la una menos cinco. Una rubia teñida, simpática, entradita en kilos y en
años asomaba su cabeza por la ventanilla del pase.
-"Aquí estoy, Pierre. ¡Mira que eres imbécil!".
FIN